Hacia una breve historia de la música (en cinco piezas de videoarte)

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Hacia una breve historia de la música (en cinco piezas de videoarte)

Hacia una breve historia de la música (en cinco piezas de videoarte)

Hacia una breve historia de la música (en cinco piezas de videoarte)

Esos extraños objetos que habitualmente denominamos instrumentos musicales recaban una notable atención en las piezas reunidas estos días por el festival PROYECTOR en la Sala El Águila. Aunque, si se presta más atención, en estas cinco obras la importancia recae —sobre todo— en las relaciones de determinados sujetos con esos objetos. Así que quizás convendría hablar, más que de extraños objetos, de extrañas relaciones. Pero, ¿alguien aquí ha experimentado, alguna vez, una relación que no tenga algo de extraño?

Para muchas personas —algunas con cierto criterio respecto a otras manifestaciones artísticas— la Historia de la Música, escrita así en mayúsculas, comienza con Johann Sebastian Bach. Esa misma gente puede tener una cierta noción de que antes del siglo XVIII —en el que brilló “el cantor de Leipzig”— hubo, necesariamente, otras músicas. Pero tal es la fascinación ejercida por el legado bachiano que numerosos programadores apenas dejan entrar en sus auditorios sonidos previos al Barroco. Así que tiene cierto sentido que nuestra abreviada historia de la música —nosotros preferimos las minúsculas— comience con Miho, de Ángel Núñez Pombo, donde resuena la interpretación, por parte de una violinista, de una transcripción del Preludio de la segunda Suite para violonchelo solo. En Madrid ya habíamos tenido la oportunidad de disfrutar de este trabajo cuando, en octubre de 2010, se filtraron por vez primera nada menos que en el Auditorio Nacional de Música de Madrid algunas piezas de videoarte (más bien de “arte contemporáneo” en general, pues en el programa de “Longitudes de onda”, comisariado por Chema de Francisco para la Feria ESTAMPA, también figuraba alguna performance). Ahora los latidos y las respiraciones de la citada violinista —que, como la música de Bach, permanece eternamente joven— dialogan no sólo con los fragmentos de la suite (a los que interrumpen continuamente, como si de un canto responsorial se tratase), sino también con las otras cuatro piezas aquí reunidas.

El peso de la tradición musical también está presente en el reciente trabajo de Gonzalo Puch titulado Cosas que sucedieron. Esa carga se materializa en la enorme masa del contrabajo —otro instrumento de cuerda de larga tradición— que protagoniza esta pieza, y se contrapone a la ligereza con la que vuelan las pelotas de baloncesto a lo largo de esta fascinante fotonovela. La pieza remite a ese formato apelando a otras obras maestras —como La Jetée de ese Bach del siglo XX que fue Chris Marker—, pero también incorpora diferentes materiales, como dibujos o pequeñas secuencias de imágenes en movimiento.

Al igual que sucede en la pieza de Núñez Pombo, el discurso que nos presenta Puch está deliberadamente fragmentado, y de nuevo unos elementos interrumpen a otros continuamente. Pero Cosas que sucedieron plantea una separación, una cesura, entre imágenes y sonidos: no hay una relación causal clara entre ellos durante la mayor parte de la obra. Aparece aquí una diferencia importante entre los dos trabajos hasta ahora comentados (lo que nos permite dar un paso más en esta acelerada historia de la música). En Miho se alternaban los sonidos del violín con los latidos del corazón y la respiración de la violinista, configurando un discurso sonoro complejo —pero unificado— que podría describirse como ajeno a cualquier forma de significación “extramusical”. Allí, como en la música de Bach, los sonidos —al igual que todos los demás elementos de la obra— no pretenden representar nada más allá de sí mismos. En la obra de Gonzalo Puch, por su parte, sí se nos propone una suerte de narración, una continua tentativa —nunca clara ni transparente— de significación. El uso de material encontrado —desde fotogramas de cine clásico hasta imágenes publicitarias— inunda y tiñe un discurso nunca perfectamente inteligible, que nos invita como espectadores a un continuo ejercicio de interpretación. ¿Actúan las manchas de tinta, o las de sangre, como metáforas? ¿Qué deberíamos pensar, o sentir, cuando coincide en la pantalla la violencia de los impactos de las pelotas de baloncesto con la violencia de los golpes de arco sobre el contrabajo?

Solamente cuando apareció el concepto de “música programática” —que también nos invitaba, como oyentes, a imaginar historias y metáforas— pudo también surgir la idea de “música absoluta” —aquella que no necesita de aditamentos narrativos, más allá del mero sonido, para transmitir su mensaje—. Estamos en el Romanticismo.

El trabajo de Marc VilanovaSaxophone Miniature I, nos confronta con la interioridad de otro instrumento —en este caso inventado ya a mediados del siglo XIX—. Las luces y las sombras activadas por el movimiento de las llaves genera un espectáculo que, más allá de lo estrictamente audiovisual, tiene algo de táctil. Este efectivo despliegue multisensorial nos recuerda, en su psicodelia estroboscópica, al viaje a Júpiter y más allá imaginado por Douglas Trumbull para la película de Kubrick. Aquello de 2001: Una odisea del espacio era, paradigmáticamente, ciencia ficción, pero ¿existe —podría existir— la “música-ficción”? En Saxophone Miniature I, desde cierto punto de vista, no hay nada más allá de ese túnel imágenes y de los sonidos que nos ofrecen la pantalla y los altavoces.

Sin embargo, cuando nuestra breve historia de la música alcanza el siglo XX, debemos poner en cuestión la afirmación que cerraba el párrafo anterior. Los sonidos nunca están solos. Su significación no es, ni mucho menos, absoluta, sino que siempre está en relación con otros elementos. Los sonidos están, siempre, situados en un contexto… porque, en realidad, es su escucha la que está, siempre, situada (escuchamos desde algún lugar: desde una experiencia previa, desde unos deseos, desde una historia, desde una geografía, desde una condición socioeconómica, sociocultural, racial, sexual…). Por eso, aunque en la primera de las obras comentadas —Miho— tanto la música de Bach como la dimensión biológica de la intérprete que se nos hace patente a través de sus latidos y su respiración apelen a lo universal (todos latimos, todos respiramos… ¿todos admiramos —o deberíamos admirar— la música de Bach?), es el momento de reconocer que esa obra sería diferente, sería otra —en más formas de las que aquí jamás se podrían resumir— si esa intérprete (o su oyente) fuese un hombre, o si fuese una niña, si tuviese otros rasgos faciales, si vistiese de otra manera…

La música es, siempre, mucho más que los sonidos. Y los sonidos son, en consecuencia, mucho más que música. Esto nos lo enseñó, mejor que nadie, John Cage. La videoinstalación de Març Rabal Les eines i els dies parece un homenaje al compositor estadounidense, y en particular a una de sus invenciones más celebradas: el piano preparado. Algunos de los objetos que desfilan en esta pieza —como las gomas de borrar, los lapiceros, la cinta adhesiva…— podrían ubicarse entre las cuerdas de un piano para transformarlo, como hizo Cage, en un instrumento de percusión. Así perdió buena parte de su nobleza, a mediados del siglo pasado, “el instrumento rey”… pero se enriqueció enormemente nuestro universo sonoro, al abrir nuestra sensibilidad hacia sonidos que hasta entonces parecían menos dignos que otros. Desde este nuevo y vertiginoso punto de vista —de escucha, más bien—, todos los pequeños objetos que comparecen en Les eines i els dies podrían perfectamente ser considerados instrumentos musicales, tan nobles como los aparecidos en las tres piezas anteriormente comentadas. Y la banda sonora de esta pieza, por supuesto, una composición musical.

Concluimos, apropiadamente, con los Cantos de libertad del colombiano Ricardo Moreno. La obra está compuesta por vídeos inmersivos que registran diferentes paisajes de Cartagena vistos desde una jaula (y proyectados en unas gafas de realidad virtual). Una experiencia del tiempo y de sus duraciones, a través de la insondable lengua de los pájaros. Jugando con la traducción de su apellido a nuestro idioma, de nuevo parecemos estar ante un homenaje a Cage, quien liberó nuestra escucha de diversas y aprisionadoras jaulas. Quizá nunca se lo agradezcamos suficientemente al compositor nacido el mismo año en que comenzó a edificarse la antigua fábrica de cervezas El Águila —hablando de pájaros—. Él nos invitó, siempre sonriente, a un giro copernicano que trasladaba el eje principal de la música desde la producción de sonido hacia la escucha. Esto último sería, desde entonces y para siempre, lo fundamental. Y así se reformuló —entre otras muchas cosas— la Historia de la Música, que pasó a ser una colección de minúsculas y plurales historias de las escuchas. Historias donde caben, igualmente, J. S. Bach y los pájaros.

Texto: Miguel Álvarez-Fernández

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