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ALETARGAMIENTO, DESPERTAR

«Un pueblo sin historia, es un pueblo castrado».
Simón Bolívar

La cuestión del arte latinoamericano plantea complicaciones ya en su propia nomenclatura. Existen interminables debates académicos sobre quiénes acuñaron el término “Latinoamérica” en el siglo XIX, si los propios latinoamericanos: el colombiano José María Torres, el dominicano Francisco del Monte, los chilenos Santiago Arcos y Francisco Bilbao, o si el político y economista francés Michel Chevalier. Los puntos de partida, geográficos y políticos, del grupo de intelectuales latinoamericanos y del político y economista francés, diferían enormemente en cuanto a propósitos e intenciones. Los primeros pensaban en una unión fraternal de los distintos estados heredada de Bolívar, el segundo en un claro afán expansionista de los territorios franceses en América, justificada absurdamente por el uso común de las lenguas de origen latino para combatir a los anglosajones. Una vez más, ocurría el olvido hacia quien ya habitaba el enorme continente antes de la llegada de los europeos.

Esta referencia a la definición de Latinoamérica que impregna su historia, es recogida como un eco en las artes, ¿qué es más pertinente, llamar al arte latinoamericano simplemente “arte” o “arte latinoamericano”? De aquí se deducen otras posiciones políticas, por un lado, un respeto y comprensión sincera de las distintas identidades y territorios recogidos bajo el mismo término, del otro, los intereses del mercado que responden a otros: neocolonialistas y globalizadores. La globalización es una homogeneización de la cultura dominante que diluye las idiosincrasias de cada lugar, las tecnologías ya tan asentadas en nuestro día a día están favoreciendo el neoliberalismo más salvaje en una anulación de los gobiernos en pro de los mercados. La cultura también es una presa ineludible y, por ende, el arte. Tal parece que ocurre en un mundo donde se han perdido los referentes, se impiden la identidad y el territorio pero se anulan según qué fronteras (las económicas sin duda, las migratorias, no tanto).

El arte es, como la comunicación de los pueblos, una necesidad igualmente imperiosa al margen de las instituciones de cualquier tipo. Un ejemplo de la espontaneidad vitalista de las variedades culturales e idiomáticas de los pueblos de Latinoamérica, lo hallamos en la creación de palabras de uso frecuente. La palabra que conocemos como “tío”, en su acepción de “amigo”, demuestra riqueza viajando por los países: en México, wey; en Guatemala, cerote; en El Salvador y Honduras, maje; en Honduras y Costa Rica, mae; en Panamá, fren; en Venezuela, pana; en Colombia, parce; en Ecuador, man; en Perú, pata; en Brasil, cara; en Bolivia, cumpa; en Chile, weón; en Argentina, boludo; en Paraguay, kape; en Uruguay, pibe.

Los mismos caminos recorre el arte, es el contexto político, social, económico, la revuelta ante la situación insostenible de la depredación de los mercados extranjeros, tristemente España incluida. Así nacieron las primeras manifestaciones del arte conceptual en Brasil, de las agitaciones sociales y la reivindicación de una cultura popular propia: Tropicália, el canibalismo como asimilación de toda manifestación artística que pueda tener interés, provenga de donde provenga, el mestizaje, la hibridación… Brasil, una mole viva que lo devora todo. Todo se expandirá a los otros países que configuran esa “Latinoamérica”.

Los inicios del videoarte parten de una frescura crítica, estéticas conceptuales y de rupturas con el modernismo. Las distintas protestas populares acontecidas en toda Latinoamérica, regueros de pólvora, transportados a nuevas narrativas utilizando las mismas armas del poder: el lenguaje, la política y los medios de comunicación. Se cuestiona todo desde lo local, lo cotidiano, la pequeña historia… el fragmento y lo inédito se constituyeron en una táctica de ataque potente. Los nuevos medios artísticos se nutren, caníbales, e hibridan (forma y contenido) todos los medios contemporáneos existentes donde la fusión del vídeo, el cine, la televisión y la performance fueron los más experimentales asimilando el circuito cerrado, los ordenadores, coreografías, etc…

Ya han pasado cincuenta años, en este paso del tiempo lo global ha hecho mella con la nueva teoría desarrollista, los medios de comunicación, el desplazamiento, el exilio, la combinación de la cultura local y la foránea. Es innegable que el arte latinoamericano forma parte de una realidad compleja; que ocupa un tiempo, un espacio; que contra los deseos globalizantes existe una malla territorial que afirma identidades; que son muchos los intrusos que desatienden estas realidades contribuyendo a jerarquizar a los artistas y sus obras en función de convenientes beneficios; que se usan palabras de connotaciones peyorativas que han sido creadas, un sinsentido, por los que han generado esas condiciones funestas; otras formas de dominación. Los artistas latinoamericanos son validados por agentes externos en las organizaciones del mercado internacional del arte promoviendo tan sólo a un reducido número de artistas: participación en eventos artísticos y aparición en medios de comunicación internacionales.

En todo caso, las prácticas artísticas han cambiado. Si existiera un arte latinoamericano (¿acaso hemos leído alguna vez el término “arte europeo” o “arte estadounidense”?, ¿dónde están los irlandoamericanos…?), lo que podría tener en común es su movilidad, su carácter reivindicativo, político, la denuncia. Vibrante, colorista, incluyente, heterogéneo, de una acusada personalidad pero, no olvidemos que, además de las semejanzas existen netas diferencias culturales y estatales, cada geografía artística posee una riqueza cultural en sí misma muy a menudo alejada de los modelos convencionales.

En la selección de vídeos expuestos en Casa de América hay una petición de un tiempo pausado para la atención, una acotación de una realidad en base a la memoria. Construcciones para eludir la alienación del individuo invitando a la introspección ante las prácticas agresivas de una política económica, una invitación a conocer nuestras proyecciones (pantallas mentales) en las proyecciones (pantallas físicas), en la quietud de nuestros interiores urbanitas:
memoria hábito: la negación y la alienación en Leal de las argentinas Julieta Caputo y Guadalupe Sierra; memoria colectiva: las dependencias obligadas y la denuncia de los abusos, Neocolonialismo de la española Beatriz Millón; memoria intelectual: el escape a la incertidumbre de la vida y las nuevas búsquedas en Dakhla del mexicano Mauricio Sáenz; el recuerdo alterado: la construcción de las imágenes, espejismos, en Imitación a la vida del español Juan Carlos Bracho Jiménez; la memoria positiva y la negativa: las revisiones y las posibilidades de un cambio en Good Night de la brasileña Karina Zen y el italiano Giovanni Bertoletti; y la memoria corporal: el cuerpo como monumento elegido, en Permanencia invisible del monumento del mexicano Rogelio Meléndez Cetina.

Un lugar de encuentro para la observación y el interrogante permanente, para el debate. Una invitación al despertar, sacudirse las sábanas desordenadas y las legañas de los ojos. El alfiler que nos fija al mundo es una memoria del conocimiento, un conocimiento de la memoria, propias frente a una realidad fácilmente manipulable. Cuidemos las nomenclaturas, los términos, las palabras, atendamos a las imágenes en movimiento siempre profundas y re/b/v/eladoras.

Texto: Idoia Hormaza

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